Ella
compite, el compite… pero ella es peor
Por
Marilen Stengel*
Existe una creencia extendida dentro de las
organizaciones que sostiene que las mujeres somos más competitivas que los
varones. Que incluso cuando lo hacemos entre nosotras somos implacables y desde
ya, más crueles que nuestros colegas. Me he encontrado tanto con mujeres como
con hombres que están convencidos de que esto es tan cierto como que existe la
ley de gravedad. Pero, ¿es esto realmente así o se trata de una idea arraigada
en la sociedad pero sin asidero real?
En primer lugar, competir no siempre implica hacerlo
con otro. Una persona puede competir consigo misma para lograr mejores
resultados, para superar limitaciones, en fin, para mejorarse en cualquier
aspecto de su vida. En segundo lugar, la experiencia cotidiana muestra que competir es una capacidad humana, como
también lo es la manipulación, la nutrición, la agresividad, la ternura, entre
tantas otras, lo que sucede es que hombres y mujeres las manifiestan de manera
diferente. Y en el caso de competir, lo hacemos de una manera muy diferente.
Según Helen Fisher, antropóloga norteamericana y autora
de un extraordinario ensayo, El primer
sexo[i],
las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de competir en el trabajo
tienen que ver básicamente con diferencias en los proceso de socialización de ambos
a edades muy tempranas. Fisher lo explica así: “Debido a que las mujeres suelen
buscar consenso y armonía con los que tienen a su alrededor, encuentran dificultades
mucho mayores para trabajar con personas que las desagradan o con las que no están
de acuerdo. Las mujeres, más que los hombres, tienden a distanciarse de sus
rivales. Los hombres, por ejemplo, se toman una copa juntos después de una
reunión conflictiva en la oficina, las mujeres huyen. Y lo que es aún peor, las
mujeres no olvidan los desprecios, son más susceptibles que los hombres, y se
alteran visiblemente en momentos inoportunos, como cuando alguien no está de
acuerdo o discute con ellas. Los hombres son objeto de abuso e insultos en los
juegos desde que empiezan a andar, han aprendido pronto a hacer frente a los ataques verbales, a quitar importancia a sus
pérdidas y volver a intentarlo. Además, los hombres están biológicamente
dotados para luchar por su posición, y por esto procuran olvidar su resquemor y
seguir adelante. Las mujeres no. Ellas han crecido en grupos igualitarios donde
se han esforzado en respetar los sentimientos de los demás, están hechas para
luchar por la cooperación y el consenso. Así, cuando un compañero busca pelea o
es ofensivo respecto al trabajo, al buen nombre de una mujer esta lo recuerda. Cuando
una mujer o una niña se siente desairada, muchas veces dejará de hablarte, a
diferencia de los chicos y los hombres, que tienden a expresarse con
enfrentamientos físicos directos. Las mujeres excluyen a un compañero o
compañera de las reuniones extraoficiales, lo o la ignoran en congresos y otros
encuentros profesionales y utilizan sus conexiones para presentar un frente
unido contra él o ella. Las mujeres prefieren no enfrentarse, así que difunden
hábilmente falsos rumores a espaldas del otro”.
Si como explica Fisher, ambos sexos fuimos educados en
contextos en los que se privilegiaban valores distintos es esperable que a la
hora de trabajar juntos muchos años después, dichas diferencias afloren. Lo
cierto es que ambos sexos compiten, pero las mujeres castigan a quienes ellas
consideran que lo hacen de una manera “desleal” y lo hacen por medio de la
exclusión y el cotilleo, mientras que los hombres o bien olvidan la ofensa o
bien resuelven esa diferencia de manera directa y abierta (a veces a las
trompadas), y la cosa termina allí. Además, debido a que las mujeres hemos
tenido mayor permiso cultural para expresar nuestros sentimientos, estos aparecen
con mayor intensidad cuando “boicoteamos” a quién que se ha comportado de
manera “traidora”, que cuando lo hacen los hombres.
Por último, uno puede competir con o contra
y en esto no hay distinción de sexos. Si se compite con
otro, cada uno lo hará de manera directa y abierta, intentando mostrando todas
sus competencias técnicas y emocionales para lograr eso que se propone, pero no
lo hará buscando destruir al otro. Competir contra, por el contrario, inaugura una guerra sucia en la
que vale todo para obtener lo que está en juego. No se respetan reglas, ni el
buen nombre del “oponente”. Es esta segunda manera de competir que rompe
vínculos y lastima los entornos laborales creando una cultura de guerra, en el
que la colaboración pierde terreno y posibilidades. Y cuando se observa con
cuidado, no hay predominio de un sexo en la elección entre estas estrategias,
sólo personas que optan por estilos diferentes que acarrean consecuencias diametralmente
opuestas, que en el segundo caso, son sumamente dolorosas.
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