jueves, 30 de junio de 2016


Ella compite, el compite… pero ella es peor

Por Marilen Stengel*

Existe una creencia extendida dentro de las organizaciones que sostiene que las mujeres somos más competitivas que los varones. Que incluso cuando lo hacemos entre nosotras somos implacables y desde ya, más crueles que nuestros colegas. Me he encontrado tanto con mujeres como con hombres que están convencidos de que esto es tan cierto como que existe la ley de gravedad. Pero, ¿es esto realmente así o se trata de una idea arraigada en la sociedad pero sin asidero real?

En primer lugar, competir no siempre implica hacerlo con otro. Una persona puede competir consigo misma para lograr mejores resultados, para superar limitaciones, en fin, para mejorarse en cualquier aspecto de su vida. En segundo lugar, la experiencia cotidiana muestra que competir es una capacidad humana, como también lo es la manipulación, la nutrición, la agresividad, la ternura, entre tantas otras, lo que sucede es que hombres y mujeres las manifiestan de manera diferente. Y en el caso de competir, lo hacemos de una manera muy diferente.

Según Helen Fisher, antropóloga norteamericana y autora de un extraordinario ensayo, El primer sexo[i], las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de competir en el trabajo tienen que ver básicamente con diferencias en los proceso de socialización de ambos a edades muy tempranas. Fisher lo explica así: “Debido a que las mujeres suelen buscar consenso y armonía con los que tienen a su alrededor, encuentran dificultades mucho mayores para trabajar con personas que las desagradan o con las que no están de acuerdo. Las mujeres, más que los hombres, tienden a distanciarse de sus rivales. Los hombres, por ejemplo, se toman una copa juntos después de una reunión conflictiva en la oficina, las mujeres huyen. Y lo que es aún peor, las mujeres no olvidan los desprecios, son más susceptibles que los hombres, y se alteran visiblemente en momentos inoportunos, como cuando alguien no está de acuerdo o discute con ellas. Los hombres son objeto de abuso e insultos en los juegos desde que empiezan a andar, han aprendido pronto a hacer frente a los ataques verbales, a quitar importancia a sus pérdidas y volver a intentarlo. Además, los hombres están biológicamente dotados para luchar por su posición, y por esto procuran olvidar su resquemor y seguir adelante. Las mujeres no. Ellas han crecido en grupos igualitarios donde se han esforzado en respetar los sentimientos de los demás, están hechas para luchar por la cooperación y el consenso. Así, cuando un compañero busca pelea o es ofensivo respecto al trabajo, al buen nombre de una mujer esta lo recuerda. Cuando una mujer o una niña se siente desairada, muchas veces dejará de hablarte, a diferencia de los chicos y los hombres, que tienden a expresarse con enfrentamientos físicos directos. Las mujeres excluyen a un compañero o compañera de las reuniones extraoficiales, lo o la ignoran en congresos y otros encuentros profesionales y utilizan sus conexiones para presentar un frente unido contra él o ella. Las mujeres prefieren no enfrentarse, así que difunden hábilmente falsos rumores a espaldas del otro”.

Si como explica Fisher, ambos sexos fuimos educados en contextos en los que se privilegiaban valores distintos es esperable que a la hora de trabajar juntos muchos años después, dichas diferencias afloren. Lo cierto es que ambos sexos compiten, pero las mujeres castigan a quienes ellas consideran que lo hacen de una manera “desleal” y lo hacen por medio de la exclusión y el cotilleo, mientras que los hombres o bien olvidan la ofensa o bien resuelven esa diferencia de manera directa y abierta (a veces a las trompadas), y la cosa termina allí. Además, debido a que las mujeres hemos tenido mayor permiso cultural para expresar nuestros sentimientos, estos aparecen con mayor intensidad cuando “boicoteamos” a quién que se ha comportado de manera “traidora”, que cuando lo hacen los hombres.

Por último, uno puede competir con o contra y en esto no hay distinción de sexos. Si se compite con otro, cada uno lo hará de manera directa y abierta, intentando mostrando todas sus competencias técnicas y emocionales para lograr eso que se propone, pero no lo hará buscando destruir al otro. Competir contra, por  el contrario, inaugura una guerra sucia en la que vale todo para obtener lo que está en juego. No se respetan reglas, ni el buen nombre del “oponente”. Es esta segunda manera de competir que rompe vínculos y lastima los entornos laborales creando una cultura de guerra, en el que la colaboración pierde terreno y posibilidades. Y cuando se observa con cuidado, no hay predominio de un sexo en la elección entre estas estrategias, sólo personas que optan por estilos diferentes que acarrean consecuencias diametralmente opuestas, que en el segundo caso, son sumamente dolorosas.



[i] Fisher, Helen: El Primer sexo, España, Grupo Santillana de Ediciones, 2000.

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